Píldoras de historia: Uffffff... ¡Qué olor!
Esta está interesante: Si te preguntaran ¿Qué tiene que ver el Palacio de Versalles y la prestigiosa perfumería francesa?
Hay personajes en la historia que han dejado más que huellas... Nos han dejado olores, y fuertes...
Pues bien, para entrar en la historia, debemos remontarnos al uno de los reinados más opulentos, fastuosos y estrafalario que se ha visto: El reinado del "Rey Sol" Luis XIV de Francia.
El reinado de Luis XIV (1643-1715), el más longevo de la historia de Francia, pero además marcó uno de los hitos más representativos que lo que puede llegar a ser el absolutismo monárquico.Tal vez una vez lleguen al final del artículo comprenderán porqué vamos a ver algo de su infancia.
Luis XIV nace en la época llamada "La Fronda", una serie de guerras civiles en las que la alta nobleza y los Parlamentos se levantaron contra el poder de la Corona, entonces representada por su madre, la regente Ana de Austria, y su primer ministro, el cardenal Mazarino. La familia real tiene pasar por la ignominiosa situación de huir y pasar adversidades, como la de que su propia madre (Según se dice) tuvo que vender sus joyas para alimentar a sus hijos. Estas revueltass ya venían desde el tiempo de Luis XIII y el Cardenal Richelieu, y de la participación de Francia en la "Guerra de los treita años" (Que es un cuento aparte).
Estos hechos marcaron definitivamente al imberbe heredero (Aún no era rey), y lo marcaron con una profunda desconfianza hacia la nobleza y la clase alta de la sociedad, viéndolos como una amenaza constante al poder real.
Al asumir el poder personal en 1661, tras la muerte de Mazarino, su principal objetivo fue asegurarse de que tal insubordinación nunca más pudiera ocurrir. Su proyecto político se centró en la consolidación de la autoridad central a expensas de la aristocracia feudal. La construcción de Versalles, lejos de la capital, fue el primer paso para crear un nuevo centro de gravedad político, un universo donde él, y solo él, sería el centro. Su célebre frase en el lecho de muerte, "Me voy, pero el Estado siempre permanecerá" , no es una expresión de humildad, sino la culminación de su proyecto vital: la exitosa fusión de su persona con la maquinaria impersonal y perpetua del Estado.
La obsesión del rey por la construcción de su imagen y la narrativa de su reinado puede interpretarse como la creación de una "infraestructura de propaganda". El Palacio de Versalles no fue simplemente la residencia del rey; fue la encarnación física de su filosofía política y su principal instrumento para completar la subyugación de la nobleza francesa. Al transformar un remoto pabellón de caza en el centro indiscutible del poder, Luis XIV creó un escenario deslumbrante donde la aristocracia, atraída por el lujo y el privilegio, sería efectivamente neutralizada, convirtiéndose en actores de un drama diario orquestado por y para la glorificación del monarca.
Y aquí viene lo mejor. Este palacio que mandó construir en Versalles, retirado de París, era originalmente un pabellón de caza construido durante el reinado de Luis XIII. A partir de 1661, el Rey Sol inició la construcción de Versalles, invirtiendo cantidades inimaginables de recursos tanto monetarios como artísticos para deleite de su propio ego y para reforzar su idea de poder absoluto. Lo peor, para la nobleza, estaba por venir.
Louis de Vau, trabajó sobre los planos y la construcción con un enfoque totalmente encaminado a satisfacer las ideas del rey, aún por encima de los detalles más básicos de una construcción de estas características.
El diseño mismo del palacio es una lección de poder. Cada línea, cada salón, cada perspectiva fue concebida para reforzar la centralidad de la figura del rey. El epicentro simbólico y literal de todo el complejo, y por extensión de toda Francia, era el dormitorio del rey (Chambre du Roi). Desde este punto central, el palacio se desplegaba con una simetría rigurosa, un cosmos de piedra y oro ordenado en torno a su sol. Todo el ritual diario de la vida del monarca, desde la ceremonia del despertar (lever) hasta la de acostarse (coucher), se convirtió en un espectáculo público altamente codificado. Decenas de nobles asistían a estos actos, su estatus determinado por el grado de intimidad que se les permitía, convirtiendo las funciones más mundanas en una afirmación constante de la jerarquía del poder.
La escala del proyecto era en sí misma una declaración de poder ilimitado. Los vastos jardines, diseñados por André Le Nôtre, se extendían sobre ocho mil hectáreas, con perspectivas diseñadas para que la línea del horizonte pareciera inalcanzable, una metáfora visual del alcance infinito de la autoridad del rey. La Galería de los Espejos, una proeza tecnológica y un lujo exorbitante para una época en que un solo espejo costaba una fortuna, fue concebida para abrumar a los embajadores y dignatarios extranjeros, proyectando una imagen de riqueza y poderío francés sin igual.
Esta maravilla, fue el destino final de la nobleza, obligada a retirarse a vivir en el Palacio de Versalles, con sus familias y sirvientes... Y tal vez pensarán: ¡Qué rey tan magnífico! Llevar a toda la nobleza a vivir en esta maravilla... Lo que realmente no se sabe es que la Versalles de hoy tuvo que ser sometida a unas adecuaciones muy grandes para poder siquiera ser habitable por un número reducido de personas.
Detrás de la fachada dorada de Versalles, más allá del esplendor de la Galería de los Espejos y la majestuosidad de sus jardines, se ocultaba una realidad mucho menos glamurosa. El palacio, concebido como el máximo símbolo de orden y control, adolecía de una falla monumental en su diseño: la ausencia casi total de una infraestructura sanitaria adecuada. Esta omisión no fue un simple descuido, sino una consecuencia directa de un sistema de valores que priorizaba la grandeza simbólica sobre la funcionalidad práctica, dando lugar a un entorno donde la opulencia convivía con una inmundicia casi inimaginable para los estándares modernos.
A pesar de su inmensidad, con más de 2,000 ventanas y capacidad para albergar a una población que, en su apogeo, llegó a rondar las 20,000 personas entre nobles, sirvientes y visitantes, el Palacio de Versalles fue construido sin un sistema de alcantarillado y con una alarmante escasez de baños fijos. Las soluciones para las necesidades fisiológicas de esta multitud eran primitivas e insuficientes. Se disponía de unas 350 chaises percées (sillas con un orificio y un recipiente de cerámica debajo), un número claramente inadecuado que a menudo resultaba en derrames y desbordamientos. Para la mayoría, la alternativa era recurrir a sirvientes que portaban orinales y bacines a demanda.
Las fosas sépticas donde se vaciaban estos recipientes solo se limpiaban dos o tres veces al año. Esta práctica, combinada con la ubicación del palacio sobre antiguos pantanos, provocaba que la materia fecal se filtrara a la tierra y contaminara las fuentes de agua de pozo, convirtiendo el agua en un vehículo de enfermedades.
El problema de la falta de saneamiento se veía agravado por las creencias médicas y las costumbres de higiene de la época. Tras las devastadoras epidemias de peste de siglos anteriores, se había extendido entre la aristocracia europea una auténtica fobia al agua. La teoría médica predominante sostenía que el baño, especialmente con agua caliente, era peligroso porque abría los poros de la piel, permitiendo la entrada de "aires malignos" y enfermedades. El propio Luis XIV, que según algunos relatos solo se bañó tres veces en su vida, desaconsejaba activamente esta práctica a sus cortesanos.
Viendo todo esto, no es de extrañar que este problema de la falta de saneamiento se viera agravado por estas costumbres
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En consecuencia, la "higiene" personal se basaba en el "baño seco". La rutina consistía en frotar el cuerpo con paños de algodón o lino, a menudo impregnados en perfume o alcohol.
La limpieza se concebía como una cuestión de apariencia, no de asepsia. La verdadera marca de higiene y estatus social era el cambio frecuente de la ropa interior de lino blanco, que se dejaba ver en puños y cuellos. Esta práctica, sin embargo, era un lujo inaccesible no solo para el pueblo, sino también para muchos de los habitantes menos acaudalados de la corte.
Ante la falta de instalaciones, los pasillos, las escaleras, los rincones detrás de las cortinas y hasta los cuidados jardines se convertían en letrinas improvisadas para cortesanos, sirvientes y visitantes por igual. El duque de Saint-Simon relató cómo la Princesa de Harcourt orinaba sin pudor mientras caminaba, y Voltaire describió la habitación que se le asignó en el palacio como "el agujero de mierda con peor olor en todo Versalles".
Pero además, no era solo por "producción humana", los malos olores también abundaban en las cocinas, a falta de infraestructura suficiente, y mientras en algunos rincones se descomponían los alimentos, los animales y las ratas ayudaban a este festín de inmundicia, La comida de los banquetes, muchas veces ya estaba descompuesta o en proceso de descomposición, pero debía ser comida, ya que era imperdonable que alguien se parara de la mesa del Rey, sin comer... A veces, se dice que orinaban por debajo de las mesas y las mujeres lo hacían inclusive protegidas por sus tremendos trajes... Tras tapices carísimos, en cualquier rincón se podrían encontrar restos de comida, heces humanas y de animales... Y los encargados de llevar baldes para estar todo el día limpiando, también calmaban sus necesidades de la misma manera.
¿Y cómo tratar de paliar tanto hedor? La paradoja de Versalles, entre el esplendor y el hedor, no solo definió la vida en la corte, sino que también actuó como un catalizador inesperado para el desarrollo de una de las industrias de lujo más emblemáticas de Francia. La necesidad imperiosa de enmascarar los olores desagradables de un entorno insalubre y de cuerpos sin lavar creó una demanda sin precedentes de fragancias. Esta demanda, impulsada por el inmenso poder adquisitivo de la monarquía y la aristocracia, transformó la perfumería de un oficio artesanal a una industria sofisticada, sentando las bases de la supremacía francesa en este campo que perdura hasta hoy.
La moda de los guantes perfumados despegó en el siglo XVI cuando Catalina de Médici, reina de Francia, los popularizó en la corte. El microclima de Grasse, cálido y protegido del aire marino, resultó ser ideal para el cultivo a gran escala de flores con fragancias intensas como el jazmín, la rosa centifolia, el nardo y la flor de azahar, proporcionando las materias primas esenciales para esta nueva industria. Gradualmente, los curtidores de Grasse se reconvirtieron en perfumistas, perfeccionando las técnicas de destilación y extracción de esencias. Para el siglo XVII, el gremio de gantiers-parfumeurs (guanteros-perfumistas) fue oficialmente reconocido, marcando el ascenso de la perfumería como una industria de prestigio.
Si Grasse fue la cuna de la producción, Versalles fue el motor de la demanda que la catapultó a la prominencia mundial. La corte de Luis XIV, con su combinación única de riqueza ilimitada y una higiene personal y ambiental deplorable, creó el mercado perfecto para las fragancias. El uso del perfume se volvió omnipresente, una necesidad diaria para hacer la vida soportable. La corte francesa se ganó el apodo en toda Europa de "La Corte Perfumada" (La Cour Parfumée).
El perfume no se limitaba a la aplicación personal. Se rociaba sobre la ropa, las pelucas y el mobiliario; se colocaban cuencos con pétalos y líquidos perfumados en las estancias; e incluso se añadían esencias a las fuentes de los jardines de Versalles. El propio Luis XIV fue un consumidor voraz y un mecenas de la industria. Inicialmente, favorecía perfumes potentes y de origen animal, como el almizcle y la algalia, ideales para enmascarar los olores más fuertes. Su patrocinio directo, que incluía la importación de plantas exóticas y el apoyo financiero a sus perfumistas personales, impulsó la innovación y la búsqueda de nuevas y complejas composiciones aromáticas. Hacia el final de su reinado, aquejado de migrañas que atribuía a estos aromas intensos, su gusto viró hacia la más delicada flor de azahar, cultivada en su propia Orangerie, marcando una nueva tendencia hacia fragancias más ligeras.
En un entorno donde la norma era el mal olor, la capacidad de permitirse fragancias costosas para enmascararlo se convirtió en un poderoso marcador de estatus social, riqueza y refinamiento. El perfume trascendió su función práctica para convertirse en un accesorio de lujo indispensable, una forma de distinguirse en la abarrotada y competitiva sociedad cortesana. Se desarrolló una jerarquía olfativa que reflejaba la estricta jerarquía social: existían perfumes "reales", "burgueses" y "de pobre", cada uno con calidades y precios distintos.
Los perfumistas, a su vez, ascendieron en la escala social, convirtiéndose en artesanos de gran prestigio. Figuras como Martial, el perfumista personal de Luis XIV, o más tarde, Claude-François Prévost, proveedor de la reina María Antonieta, gozaban de una posición privilegiada y acceso directo a la élite del poder. El gremio de los perfumistas acumuló una considerable influencia económica y social, sentando las bases para las grandes casas de perfumes que surgirían en los siglos siguientes.
De este modo, se revela una profunda ironía histórica. La industria del perfume, hoy un pilar de la identidad cultural de Francia y un sinónimo global de lujo y refinamiento, no surgió de una abstracta búsqueda de la belleza. Sus raíces se hunden en un fracaso masivo de la infraestructura y la salud pública en el corazón mismo del poder absolutista. Francia no se convirtió en la capital mundial del perfume por un refinamiento innato, sino porque su élite gobernante vivía en una inmundicia tan opulenta que requirió el desarrollo de los aromas más sofisticados y potentes del mundo simplemente para hacerla tolerable. La identidad nacional del "saber vivir" francés se construyó, en parte, sobre una base de inmundicia gestionada a través del arte olfativo.
La construcción de Versalles fue una empresa de una escala y un coste sin precedentes. Durante el reinado de Luis XIV, las obras se extendieron por más de 50 años, con un coste estimado de casi 100 millones de libras, una suma astronómica para la época. En términos contemporáneos, se ha calculado que el coste de construcción equivaldría a unos dos mil millones de dólares. A esto hay que sumar el mantenimiento continuo de la corte, que albergaba a miles de nobles y sirvientes en un ciclo perpetuo de fiestas, banquetes y lujos exorbitantes.
Este gasto colosal, sumado a las costosas y frecuentes guerras emprendidas por Luis XIV para expandir su gloria, dejó el tesoro real sistemáticamente agotado. La carga fiscal para sostener este estilo de vida y estas ambiciones militares recayó casi en su totalidad sobre los hombros del Tercer Estado (el pueblo llano), ya que los dos órdenes privilegiados, la nobleza y el clero, gozaban de exenciones fiscales significativas. El sistema impositivo del Ancien Régime era profundamente injusto y se convirtió en una de las principales fuentes de resentimiento popular.
El grandioso proyecto de Versalles, con su fachada de poder absoluto y refinamiento cultural, tenía un coste oculto y devastador. La hemorragia financiera necesaria para construir y mantener este símbolo de gloria, junto con la visible decadencia y el aislamiento de la corte, creó un abismo insalvable entre la élite gobernante y el pueblo francés. Con el tiempo, Versalles dejó de ser un motivo de orgullo nacional para convertirse en el emblema más potente de la desigualdad, la injusticia y el despilfarro de un régimen que se tambaleaba al borde del colapso, alimentando directamente la ira que estallaría en la Revolución de 1789, pero... Será un cuento para otra ocasión..
Por ahora, un ejercicio mental podría ser imaginar la variedad de olores tan exquisitas que hubieras disfrutado en la corte del Rey Sol …
Chau, dulces y olorosos sueños ...





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